jueves, 20 de mayo de 2010

El judaísmo




El pueblo de Dios
El pueblo del Libro
El pueblo de la Alianza
El pueblo del Mesías
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El judaísmo es una religión que, casi dos milenios antes de Cristo, empezó con Abraham aunque no fue su fundador, sino el padre de una muchedumbre de hombres y mujeres que pertenecerán a doce tribus que formaron una única nación.

El pueblo nacido de Abraham será el depositario de la Alianza de Dios y de la promesa hecha a los patriarcas y el tronco en el que se injertarán los paganos hechos creyentes. Desde entonces la humanidad queda dividida entre el pueblo nacido de Abraham, los judíos, y el gran resto de la humanidad, los gentiles.

Es posible que una de las más poderosas razones, si no la que más, del interés histórico por los judíos, resida en su paradójica característica de conjugar su eterna diáspora con el mantener su identidad etnográfica.

El pueblo de Dios

El judaísmo se presenta como religión revelada por la propia divinidad pero, a diferencia de las demás religiones, a través de la voz, la luz, el rayo o la columna de fuego. Yahwéh les dijo que Él es el Dios único, no hay más dioses ni divinidades y que es un ser trascendente. A Moisés se lo confirmó diciéndole que “Yo soy el que Soy” (Ex 3,14), o sea, distinto de todas las cosas que Él mismo ha creado de la nada; no se confunde con ellas ni han emanado de su ser como afirma el panteísmo. Los astros, los seres animados o inanimados, minerales, plantas y animales, son distintos a Dios pero él los sigue manteniendo en su existencia. Yahwéh es un Padre justo que vela sobre todos sus hijos, los hombres, más que sobre los animales o las plantas, y como lo hace con su pueblo elegido, los israelitas o judíos.

Tan clara es la conciencia monoteísta del judaísmo que, en la farsa del juicio inicuo del Sanedrín, el entonces Sumo Sacerdote Caifás, justifica la condena de Cristo porque se hace Dios y no puede haber dos dioses, el del cielo y éste en la tierra (cf Mt 26,65).

En general, en las religiones los dioses tienen más poder que los hombres y son los inmortales, los libres, quienes pueden saltarse las leyes a su antojo, que no funcionan ni por justicia ni por amor al hombre.
El judaísmo, raíz del cristianismo, es la religión en que Dios mismo se da a conocer y precisamente como Padre que ama a sus hijos y cuya misericordia es infinita aunque en Él no se confunde ni se contrapone a la justicia. El Alguien que habla a alguien (Abrahán, Moisés, ...) se presenta ante el hombre no para exigirle sumisión ciega y, si no, palo; por el contrario, con infinita paciencia por su amor de Padre, continuamente recuerda al hombre su dignidad y el fin sobrenatural al que está llamado, animándole a poner los medios a su alcance para conseguirlo libremente.

En Cristo la Revelación llega a su plenitud pues, al menos teóricamente, la humanidad está preparada para oírlo y entenderlo. En el decir del Papa Wojtyla, el cristianismo es la religión que conduce a “la permanencia en la intimidad de Dios” (Tertio Millennio Adveniente, 8). Esta es la gran diferencia con las demás religiones aunque, por supuesto, se respeta a sus creyentes.

El pueblo del Libro

El pueblo judío tiene la Biblia como libro sagrado, portador de la Revelación divina a lo largo de muchos siglos y no dado a un hombre concreto ni escrito de golpe. Se fue escribiendo a partir del retorno del segundo destierro de 70 años (587-517 aC) que tuvo en Babilonia. Época que casualmente coincide con la aparición en el oriente asiático de Buda (+480 aC con 80 años), Confucio (+479 aC con 70 años), Zoroastro (¿+551 aC con 77 años?), etc. No es aventurado pensar que los judíos persas difundieran sus creencias hasta el Ganges y el Amur. Daniel fue educado en aquella corte en tiempos de Nabucodonosor hasta el año primero del reinado de Ciro (cf Dn 1,1-21), aprendiendo la lengua y la literatura caldea.

Los años del exilio persa fueron la época dorada del libro escrito y fue cuando el pueblo sintió más que nunca la santidad de Dios. La fijación por escrito de la Toráh fue decisiva para proteger el vínculo comunitario entre aquellos desterrados que se reunían en ciudades o barrios. En ese momento apareció la tradición sacerdotal que supo construir una amplísima síntesis doctrinal sobre el esquema de la historia y que ocupa un lugar importante en el Pentateuco pues concretamente abarca el Levítico, la mitad del Éxodo, las dos terceras partes de Números y aproximadamente la quinta parte del Génesis. Los sacerdotes en la antigua ley habían sido siempre los hombres de las tradiciones y los especialistas en la Toráh. El clero, a diferencia de los profetas, fue siempre más anónimo y su eficaz trabajo, respondiendo a un paciente esfuerzo de grupo, sirvió para mantener viva la tradición.

En el Sínodo de los obispos de 2008 sobre la Palabra de Dios, una de las conclusiones era que la Biblia, como el crucifijo, debería ser un signo visible en cada templo cristiano.

Los recientes descubrimientos de Qmram, con sus muchos "libros" de los "esenios" ayudan a complementar los datos bíblicos. Vivieron desde s VIII aC hasta X dC. Durante Herodes el Grande parece que se refugiaron algunos de la Comunidad con el éxodo de Damasco y se llaman “el resto de Israel”. Conocidos por Flavio Josefo, Plinio y Filón. No es el cristianismo original pues no citan la Resurrección. Bautizan con agua pero no estuvo ahí Juan Bautista aunque coinciden en ciertas cosas que Juan predicaba como luz-tinieblas, vida-muerte, etc.

Los rollos fueron descubiertos en 1947 por el joven pastor beduino Muhammad al-Dib, siguiendo una cabra extraviada por unos peñascos. A 13 km al sur de Jericó y a 2 km al oeste del Mar Muerto. Los llevó a vender a un anticuario cuyo dueño, al verlos instantáneamente entendió que podría ser algo muy valioso.
Los "esenios" usaban libros que escribían ellos mismos: Regla de la Comunidad. Himnos. Guerra de los hijos de la luz contra los hijos de las tinieblas. Documento de Damasco.

Hoy por hoy hay que tener en cuenta que puede hablarse de tres Biblias:
1) la hebrea del judaísmo rabínico y el Antiguo Testamento de los de la Reforma con 39 libros.
2) la griega del judaísmo helenista con 55 libros.
3) la latina de los católicos 46 libros.

La Biblia que solemos utilizar está dividida en capítulos y versículos que no son del original. Fue Stephan Langton en 1214 quien hizo la división de cada libro en capítulos y luego en 1558 fue Robert Stephan quien hizo la división en versículos.

El pueblo de la Alianza

Yhawéh selló una Alianza con Abraham, un pacto con su pueblo y que suponía también unos deberes para ellos; sobre todo la conciencia de ser el pueblo de Dios que debía servir de soporte y de sano orgullo para el cumplimiento fiel de esos deberes. Unos deberes que Yhawéh mismo fue determinando y que enseñan las reglas de juego para vivir en esta vida de la mejor manera posible y merecer la otra a la que Dios nos llama, una vida sin fin. El pacto de Dios tiene una señal externa (circuncisión para los varones) que sirve al hombre para no olvidarlo (cf Gen 17,10-11).

Esa Alianza, aunque el pueblo elegido la transgrede habitualmente porque se olvida del Dios único y cae y recae en la idolatría, en el paganismo y politeísmo de los pueblos vecinos, sin embargo Dios, siempre fiel a sus promesas, a pesar de los pesares, la actualiza con Moisés a quien llamó a la cima del monte Sinaí cuando conducía al pueblo de Dios desde Egipto hacia la tierra prometida (cf Gen 19-22). Desde ahora el signo exterior serán las tablas de la Ley, escritas en piedra, porque el hombre tendía a olvidarse de estas reglas de juego. Parece como si Dios pensara que no había manera de que los israelitas las recordaran, las vivieran y las enseñaran a los demás a hacerlo. Son reglas para todos los hombres de todos los tiempos, de todas las razas y de todas las religiones.

Son muchas las veces que Dios mismo, por los profetas, utiliza expresiones muy fuertes para llamar la atención a su pueblo porque le vuelve la espalda y deja de cumplir sus mandatos. Se le compara a una adúltera o a una prostituta por su infidelidad para con Dios (cf Is 57,3-11; Jer 3,1 y 13,21-27; Os 2,4). Cada vez que el pueblo es infiel y se prostituye, Yhawéh lo castiga aunque manifiesta su misericordia con prontitud y, a pesar de la mala conducta, le vuelve a echar una mano para que se convierta. La enseñanza divina con Israel es a base de acontecimientos históricos que se ajustan de maravilla a la manera de ser y de conocer del hombre.

A pesar de lo visto y de tocar con la mano la acción de Dios, por ej., en los castigos divinos a los egipcios por el empecinamiento del faraón que no les deja salir, como Dios quiere (cf Ex 5, 4; 6,11 y 7), ya reniegan a las pocas semanas de caminar por el desierto. Echan de menos las lechugas y cebollas egipcias. Ni el agua que brota de la roca, ni el alimento diario (maná) caído del cielo o las codornices sirve para mantener firme su fidelidad. De tal manera que, por esa falta de fe en Dios, esos hombres y mujeres israelitas no entrarán en la tierra prometida (ni el propio Moisés) sino que lo harán sus hijos, tras los 40 años de errar por un desierto que -siglos más tarde- María y José cruzarían en menos de siete días.

El toro o becerro de oro y plata que fabrican como ídolo al dar la espalda a Yhawéh (cf Ex 32), era un símbolo de la divinidad en el antiguo Oriente, imita la diosa Telus y el buey Apis. Una vez instalados en la “tierra prometida”, se pasarán otra vez a la idolatría adorando al dios Baal llegándose al extremo de que Yhawéh sólo tenía un profeta (Elías) mientras los sacerdotes baales eran más de 400 (1Re 18,22).

Definitivamente Dios sella en Cristo la Alianza nueva y eterna, la definitiva con su nuevo pueblo (cf Lc 22,20). El mismo Dios hecho hombre, para esta etapa de la historia de la humanidad hasta el final de los tiempos, ha fundado la Iglesia como nuevo Israel, que sigue siendo su instrumento universal de salvación, y da como señal, no ya la circuncisión ni las tablas de piedra, sino su Sangre derramada para el perdón de los pecados.

El pueblo del Mesías

El Mesías, el Esperado, el Prometido desde el paraíso, sería descendiente de Abraham, de Jacob, de la casa de David y, efectivamente, nace de las entrañas purísimas de María -con unos 14 ó 15 años según la tradición católica- recién casada con José (joven, quizá 18 años), que sería el último Patriarca del Antiguo Testamento, de la casa del rey David, aunque, con el paso de los siglos, vive en una situación social-económica de clase media. Es un trabajador, artesano, que ha de empadronarse en Belén, la ciudad de David, en la provincia sur, Judea, cerca de Jerusalén, pero vive a unos 100 km al norte, en la provincia de Galilea, en Nazaret. Hoy el judaísmo considera a Jesús como el Cristo, el Ungido efectivamente en el Jordán (cf Mt 3,16), como siglos antes lo fuera David (cf 1Sam 16,13), pero sólo otro más de la cadena de personajes enviados por Dios para prepararles a la venida del Mesías definitivo que les liberará del oprobio extranjero.

Con el tiempo, el mesianismo judaico se redujo a esperar un Mesías material, terreno, político (siempre mezclamos religión y política). Es una constante, también del judaísmo, que el hombre no entienda bien cómo han de ser las cosas y se crea que la vida terrena debe fundarse en la religión (teocracia) y que la autoridad religiosa debe ser la que ejerza las funciones públicas civiles para asegurar la buena conducta.

Es indudable la dimensión espiritual y trascendente de la Redención operada por el Mesías pues no es sólo algo material, ni físico ni exclusivo para el pueblo judío, su pueblo elegido. La Redención, ya anunciada por Dios en el paraíso antes de la expulsión de los primeros padres (cf Gen 3,15), es el arreglo total y definitivo de los desaguisados y estropicios que el hombre, con su pecado, ha ocasionado a los planes divinos de la creación. Se trata de reparar la imagen y semejanza divina y la armónica unidad del alma con el cuerpo por la cual podía no morir (como afirma San Agustín) y, por ello, después de la transformación (cielo nuevo y tierra nueva) para la vida eterna, ya no sufrir dolores, ni enfermedades, ni sudores, ni cansancios.., ni la muerte misma; para siempre, para siempre, para siempre.

La Redención definitiva de todo y de todos a la vez, por la resurrección gloriosa de Cristo al tercer día de su muerte en la cruz, incluirá también la del cuerpo cuando todos resucitarán, al final de los tiempos con la parusía, su segunda venida para la instauración, entonces sí, definitiva del Reino de Dios, tanto en la dimensión espiritual como material. Ya san Pablo recordaba a los primeros cristianos que la creación entera, no sólo el ser humano, está esperando, como con dolores de parto, la consumación definitiva de la Redención, o sea, la manifestación plena y gloriosa de los hijos de Dios (cf Rom 8,19-24). sólo se ha aplicado definitiva y plenamente la Redención en la Humanidad santísima de Jesús, Dios y hombre verdadero, y en su Madre santísima que ya está en el cielo en cuerpo y alma.

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